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Dos armadas en la Independencia

Uno de los aspectos menos conocidos, pero más importantes, de la Guerra de Independencia Americana fue la coalición naval de España y Francia, que constituyó el principal factor coadyuvante a la derrota de los británicos. La armada conjunta, la fuerza colectiva resultante de la unión de la Real Armada y la Marine Royale francesa, se basaba en los Pactos de Familia borbónicos, un conjunto de tres tratados concertados por Francia y España que abarcaron el siglo XVIII. Con dichos tratados y la armada a que dieron lugar, se reconocía, prácticamente, que Gran Bretaña era el enemigo común de las dos potencias borbónicas. Los primeros empeños y operaciones conjuntas durante la Guerra de Sucesión Austriaca (1740-1748) y la Guerra de los Siete Años (1756-1763) no estuvieron bien coordinados y no ayudaron a Francia ni a España en su ofensiva contra Gran Bretaña. Sin embargo, tras el Tratado de París de 1763, España y Francia intercambiaron ingenieros y armadores «como formando una sola armada», como precisó Francisco Gautier, el principal constructor naval de España, nacido en Francia. Durante la Guerra de Independencia Americana (1775-1783), los esfuerzos de todo un decenio fructificaron al superar ambas naciones sus primeras dificultades logísticas y operacionales en la creación de una armada de coalición eficaz. En batallas como el proyecto de invasión de Gran Bretaña en 1779, la batalla de Pensacola en 1781 y la captura de Menorca en 1782, la armada conjunta aplastó a la Royal Navy y obligó a Inglaterra a acudir a la mesa de negociación.

Cuando América inició su Guerra de Independencia de Gran Bretaña en 1775, era sorprendente su incapacidad para defenderse por sí sola; no tenía armada, su artillería era escasa y sus tropas y milicias desarrapadas carecían de fusiles e, incluso, de pólvora. Los americanos sabían que sin la ayuda de Francia y España no podrían sobrevivir. En 1775, los dirigentes coloniales confiesan a un enviado secreto francés a Filadelfia que «están convencidos de que no les es posible defenderse de no protegerles una potencia marítima, y que las únicas dos naciones que pueden ayudar son Francia y España». Al principio, las dos potencias borbónicas aportaron apoyo material a los Estados Unidos, que ya habían declarado la independencia en 1776, pero, ya el año siguiente, era evidente que los americanos no podían ganar la guerra sin una intervención militar directa. Francia acordó una alianza con los Estados Unidos en febrero de 1778, tras de lo cual, envió una fuerza naval al mando del conde d’ Estaing para asistir en la contienda. Sin embargo, durante sus campañas del verano y otoño de 1778, Estaing no pudo recuperar Newport ni Savannah como se lo proponía, lo que dejó a los americanos anhelando una alianza franco-española. Como dijo George Washington al Congreso en aquel mes de noviembre, «La verdadera situación dependerá enteramente de lo que ocurra en el mar… Francia y España deberían unirse y conseguir una decidida superioridad naval».

España había optado por mantenerse al margen de la alianza en 1778, pues todavía tenía en el mar una flota encargada de transportar un tesoro equivalente a 50.000 millones de dólares de plata y no quería correr el riesgo de que la atacase la armada británica. Pero, una vez que llegó bien a puerto a finales del año, España quedó en disposición de reactivar las cláusulas de seguridad mutua de los Pactos de Familia borbónicos en un tratado suscrito en Aranjuez el 12 de abril de 1779. Los ministros francés y español, el conde de Vergennes y el conde de Floridablanca, desempolvaron los proyectos de invasión de Gran Bretaña, que se habían elaborado diez años antes, y concibieron, en esta ocasión, un nuevo plan de invasión. Los navíos de línea franceses y españoles se darían cita en la costa septentrional de España e integrarían una flota conjunta antes de poner rumbo hacia Inglaterra. Una vez controlada la navegación en el canal de la Mancha, unos barcos más pequeños transportarían, desde Bretaña y Normandía, un ejército de invasión de 30.000 hombres, encargado del desembarco anfibio en la costa meridional de Inglaterra.

Para preparar la ofensiva, Francia y España intensificaron la actividad de los astilleros, con objeto de que sus barcos estuvieran a punto. En España, el ministro de Marina, Castejón, y su ingeniero naval jefe, Gautier, habían reformado y mejorado la técnica de los astilleros, de modo que por las gradas se iban botando, continuamente, buques rápidos, diseñados según los métodos franceses de construcción naval. Mientras tanto, en Francia, el ministro de la Armada, Sartine, se apresuraba a construir el número de buques necesario para las campañas navales. Ambas armadas se veían, empero, coartadas por un problema aún mayor, que afectaba, incluso, a la renombrada armada británica, la falta de efectivos. Tenían un déficit de 4.000 marineros que las armadas debían colmar con soldados inexpertos, levados a última hora, y muchos de los cuales ya estaban infectados por una epidemia de disentería cuando abordaron los barcos. Bajo los pabellones de los almirantes d’Orvilliers (Francia) y Córdova (España), la flota conjunta de ciento cincuenta buques (mayor incluso que la armada española original de 1588, que sumaba ciento veintiocho naves), zarpó desde Galicia el 29 de julio de 1779 con rumbo al canal de la Mancha. Casi de inmediato, el brote de disentería comenzó a diezmar las tripulaciones; en unos pocos días, murieron 80 hombres y otros 1.500 cayeron enfermos. Por si la epidemia fuera poco, la flota necesitó dos semanas completas de lucha contra rachas de calma chicha y vientos adversos para rodear la península de Bretaña, de modo que no entraron en las aguas de la Mancha hasta el 16 de agosto.

Los ingleses habían tenido noticia de que la flota conjunta se había hecho a la mar y mandaron a su Flota de la Mancha, al mando del vicealmirante Hardy, para interceptarla. A pesar de que, como les ocurría a los franceses y a los españoles, los buques británicos no tuviesen dotaciones suficientes y las tripulaciones estuviesen enfermas, salieron de Portsmouth en un intento de detener a Orvilliers antes de que pudiese penetrar en la Mancha. Sin embargo, el tan esperado enfrentamiento entre las flotas franco-española y británica nunca llegó a producirse. Los buques de avituallamiento no llegaron a la cita, con lo que la armada empezó a sufrir cada vez mayor carestía de víveres y agua. Mientras tanto, la disentería seguía haciendo estragos en las tripulaciones. El 18 de agosto, una galerna procedente del este expulsó a la flota conjunta de la Mancha. Una semana más tarde, por fin, avistaron la flotilla de Hardy, pero el enfrentamiento no fue concluyente y, poco después, la flota conjunta retornó a puerto con 8.000 marineros enfermos o moribundos a bordo y solo un buque inglés apresado como prueba de sus esfuerzos. La invasión de Inglaterra prevista, que había sido el eje de toda la estrategia borbónica y el colofón de quince años de acumulación de fuerzas navales, simplemente, había fracasado.

A pesar del fracaso del plan de invasión, Francia y España seguían manteniendo su armada conjunta, ya que ninguna nación podía habérselas por sí sola con la armada británica. Durante el año siguiente, perfeccionaron su sistema de cooperación. Para 1780, las dos armadas estaban operando regularmente desde los puertos de una u otra y los barcos se reparaban, indistintamente, en los astilleros de uno u otro país, tanto en Europa como en el Caribe, y en el mar era frecuente que capitanes franceses obedeciesen órdenes de comandantes de flota españoles y viceversa. Dieciséis navíos de línea franceses se sumaron a la flota de Córdova y realizaron varias incursiones en el Atlántico, con el fin de interceptar los buques ingleses que pasaban frente a la costa española. Una de esas misiones se inició en Cádiz, el 31 de julio de 1780, con veinticuatro navíos de línea españoles y seis franceses. Gracias a las buenas informaciones secretas que le transmitió Floridablanca, Córdova supo que un convoy de muchos buques y escasa escolta se dirigía hacia las Indias orientales y occidentales y salió en su busca. En la oscuridad que precedía a la aurora del 9 de agosto, las fragatas españolas vislumbraron el destello de un cañonazo y oyeron una detonación un minuto más tarde. Mazarredo, jefe de estado mayor de Córdova, sostuvo que debía proceder del convoy, apenas a diez millas de distancia, y no de la flota de la Mancha. Córdova engañó al convoy, induciéndole a seguirle mediante el farol de popa de su buque insignia, el Santísima Trinidad, que los ingleses confundieron con su escolta, el buque de setenta y cuatro cañones HMS Ramillies. Al alba, los cincuenta y cinco barcos mercantes del convoy se encontraron al alcance de los cañones de la flota conjunta mientras que el Ramillies, cuya carena iba forrada de cobre, pudo dejar atrás a sus perseguidores, para mayor disgusto de los capitanes franceses, cuyos buques no disponían de ese forro. El convoy regresó a Cádiz con una presa enorme. Esta fue la mayor pérdida de buques que la armada británica había de sufrir en la guerra y que se saldaría con más de 3.000 soldados, 80.000 mosquetes y 1.600.000 libras esterlinas en oro y plata (que hoy en día ascenderían a 17.000 millones de dólares) en manos españolas.

En enero de 1781, Chevalier de Monteil, al mando de la flota francesa con base en la Martinica, llevó sus nueve naves de línea al astillero de La Habana para su carenado y limpieza. El gobernador español de La Luisiana, Bernardo de Gálvez, se encontraba en aquel momento en la ciudad planeando su ataque a Pensacola, la capital de La Florida occidental británica. Monteil estaba deseoso de contribuir a la ofensiva española y de entrar en acción, pero se vio obligado a regresar a la Martinica, para proteger el comercio francés de los ataques ingleses.

La flota española se encontraba aún en La Habana donde se estaban reparando los efectos que un huracán devastador había producido unos meses antes. A pesar de ello, Gálvez estaba dispuesto a lanzar el ataque y convenció a los mandos militares de La Habana para que montasen una expedición, a pesar de que no contaba con el personal ni con el armamento necesarios, con la promesa de que llegarían refuerzos en cuanto estuvieran disponibles. La flota de Gálvez salió de La Habana el 28 de febrero de 1781 y comenzó el asalto de Pensacola el 9 de marzo. El 19 de abril, una flota de apoyo de veintiocho buques al mando de Monteil, junto con el almirante Solano y el general Cagigal por el lado español, transportó tropas adicionales, así como cañones, morteros y pólvora. El ejército conjunto franco-español comenzó su asalto a la fortaleza el 24 de abril, con el apoyo de la artillería naval de la flota combinada. El 8 de mayo, el ejército conjunto de Gálvez obligó al comandante de la plaza a la rendición de toda La Florida occidental. Una vez que la flota británica había dejado de ser una amenaza en el golfo, la marina española pudo, igualmente, custodiar las islas del Caribe francés, lo que permitió al conde de Grasse —que había llegado durante el verano— rodear con toda su flota francesa, en agosto, al general británico Cornwallis, en Chesapeake Bay, e infligir una derrota a la flota inglesa en septiembre. Esto dio lugar, en octubre, a la decisiva victoria franco-americana sobre Cornwallis en Yorktown. Durante los meses siguientes, Grasse lanzó operaciones navales en el Caribe, tomando varias posiciones británicas. Sin embargo, en abril de 1782, el almirante Rodney derrotó a la flota francesa en la batalla de Les Saintes, con lo que se evitó el ataque conjunto a Jamaica, que llevaba tiempo preparándose y que debía encabezar Gálvez.

Al mismo tiempo que se estaba librando la batalla de Pensacola, se estaba aprestando una flota conjunta franco-española para recuperar Menorca. El 21 de julio de 1781, cincuenta y ocho navíos de línea y setenta y cinco barcos de transporte, con 8.000 soldados a bordo, salieron de Cádiz bajo los pabellones de Córdova y del almirante francés conde de Guichen. Las tropas estaban bajo el mando del duque de Crillon, que había sido teniente general francés en la primera parte de la Guerra de los Siete Años, antes de ser transferido, con el mismo grado, al ejército español en 1762. Por aquel entonces, la armada británica estaba repartida entre Europa, las Américas, el Caribe y Asia; no les quedaban buques para enfrentarse a una flota tan nutrida o para aportar refuerzos a la guarnición del teniente general Murray en Menorca.

El 19 de agosto, la flota de invasión estableció una cabeza de playa en Mesquida, un poco al norte del puerto de Mahón. Para Murray, la sorpresa fue tal que sus 2.700 hombres apenas tuvieron tiempo de retirarse a la ciudadela del Fuerte San Felipe, dejando tras de sí almacenes importantes, provisiones y cincuenta y tres arsenales que podrían haber permitido a las tropas inglesas resistir el asedio. Crillon tomó rápidamente el puerto de Mahón y luego, el de Ciudadela, así como dos fortalezas, al día siguiente. En octubre, llegaron nuevos refuerzos españoles y franceses. Crillon contaba ahora con 14.000 hombres para ocupar la totalidad de la isla y asediar el Fuerte San Felipe. El 11 de noviembre, comenzó el bombardeo del fuerte con fuego de mortero, que fue destruyendo, poco a poco, las piezas de artillería que les quedaban a los ingleses. En enero de 1782, hubo nuevos refuerzos españoles, de modo que los bombardeos se intensificaron. Al mismo tiempo, la guarnición de Murray iba sucumbiendo a infecciones como el escorbuto, pues el bloqueo español era tan efectivo que ningún buque de aprovisionamiento inglés pudo traspasarlo. Cuando Murray acabó por izar bandera blanca, el 4 de febrero de 1782, solo 600 hombres estuvieron en condiciones de salir por su propio pie. Los vencedores quedaron impresionados por los cuerpos casi esqueléticos que tuvieron que sacar de la ciudadela y cuidar hasta su restablecimiento.

Tras la caída de Menorca, la única plaza británica que quedaba en el Mediterráneo era Gibraltar y los españoles y franceses se dedicaron, a continuación, a poner término al bloqueo y sitio, que había comenzado ya en 1779. En junio de 1782, se encargó al duque de Crillon que encabezara una ofensiva naval y terrestre en gran escala, de modo que empezó a constituir las fuerzas de asedio con miles de soldados franceses y españoles, al mando de Córdova y Guichen, que acababan de conquistar Menorca. El 13 de septiembre de 1782, comenzó el asalto conjunto, en el que se utilizaron baterías navales flotantes y artillería terrestre. Se dispararon más de cuarenta mil descargas durante la batalla, que duró un día entero, casi una por cada segundo que duró el enfrentamiento. Pero, una vez disipado el humo y despejadas las ruinas, la guarnición británica de Gibraltar había permanecido incólume, y así seguiría hasta el final de la contienda.

En pleno fragor de la batalla, la armada inglesa ya había enviado un convoy, al mando del almirante Howe, embarcado en el HMS Victory, para aprovisionar a la guarnición de Gibraltar. Llegó el 10 de octubre, durante una fuerte tormenta que había dispersado los barcos franceses y españoles que defendían la bahía, de modo que los ingleses pudieron entrar sin oposición y descargar unas provisiones extremadamente necesarias. Una semana más tarde, la flota de Howe abandonó Gibraltar. Para entonces, Córdova y Guichen habían recompuesto su flota y emprendieron su persecución, pero las carenas de la flota inglesa iban forradas de cobre y las de la flota franco-española no, de manera que Howe pudo mantenerse fuera de su alcance. Cuando, el día 20 de octubre de 1782, las dos flotas terminaron por afrontarse frente al cabo Espartel, en Marruecos, intercambiaron unas cuantas andanadas esporádicas antes de que Howe decidiera ordenar la retirada. La última de las principales batallas europeas de la Guerra de la Independencia Americana acabó sin pena ni gloria.

Lo que no podían saber Howe, Córdova y Guichen es que, incluso cuando se estaba librando la batalla del cabo Espartel, había ya en Versalles representantes de los tres gobiernos, rematando los detalles de una serie de tratados de paz que pondrían fin a la guerra y darían la independencia a los Estados Unidos. Esos tratados se concluyeron a tiempo para evitar que saliese de Cádiz, a principios de 1783, una flota hispano-francesa muy nutrida, compuesta por cuarenta navíos de línea, cuya misión era encontrarse con más de cincuenta buques españoles y franceses en el Caribe, para proceder al asalto final de Jamaica, la joya caribeña de los británicos. Esa invasión nunca llegó a producirse. La armada conjunta había combatido con éxito a la marina inglesa por todo el globo y obligado a Londres a pedir la paz, cimentando así el camino hacia el reconocimiento pleno de los Estados Unidos como nación soberana.

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